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Konstantin Kazanski: “El arte es vida, sudor, nicotina y la libertad de cometer errores”

Kiriakos Argiropolous, director del Teatro de Títeres de Sofía (i), Konstantin Kazanski (c) y el director Georgos Bakalos (d)
Foto: Vida Pironkova

El artista multifacético Konstantin Kazanski es un compositor búlgaro, arreglista, cantautor y experto en musicología. Es amigo de grandes poetas búlgaros como Hristo Fotev, Constantin Pavlov y Stefan Tsanev. No logró realizar su sueño de estudiar dirección teatral, pero se hizo famoso como intérprete de canciones francesas y autor de canciones. En 1971 se quedó en París después de una gira y vive allí hasta hoy en día.

Es director musical de la editorial JAP. En 1975 Vladimir Visotski lo invitó como arreglista de su primer álbum grabado en Francia. Junto con su esposa crearon el coro Kazanski y cooperó en diferentes proyectos musicales y teatrales con Marina Vladi y en los últimos años con el gran actor búlgaro, Stoyan Alexiev. La editorial universitaria y el departamento francés de Reader's Digest editaron su ciclo de versos Cartas de París de su homónimo álbum de canciones de autor.

Siempre hay un descontento de lo que hemos logrado y de lo que hacemos y da igual si a los demás les gusta o no. Vemos todos los puntos débiles de lo que hemos hecho y que la gente no logra ver. De allí viene el deseo de lograr algo más perfecto, pero no por esto me quedé en el extranjero. Estuve en Bélgica con una orquesta búlgara y mi situación era muy delicada porque en Radio Sofía las puertas estaban cerradas para mí y no tenía la oportunidad de ningunas manifestaciones artísticas. Si hubiera regresado a Bulgaria hubiera tenido que graduarme en la espacialidad de relaciones económicas internacionales, algo que era poco interesante para mí. Me radiqué en París y podía hacer lo que me daba la gana.

No soy de una familia artística. Mi abuela paterna era una cantante de la aldea de Kazanka, desde donde viene nuestro apellido. Si no tuviera tantos obstáculos en Bulgaria no me quedaría en Francia. Estoy infinitamente agradecido a las personas que pusieron trabas ante mi desarrollo en Bulgaria porque si no hubiera sucedido así no hubiera visto las maravillas que vi. No siento nostalgia. Lo que siento es un profundo agradecimiento.

Mi ciudad es París. Uno entra en la piel de esta urbe y la urbe entra en la suya. Más de 40 años vivo en Montmartre. Nadie pertenece a este barrio. Hay un montón de religiones y no importan las cosas que uno ha estudiado o no. En un momento trabajé con unos 200 músicos. Nadie pregunta qué formación tienes, lo que importa es cómo toca uno. La vida no es fácil porque hay gran competencia. Hago cosas interesantes que ni he estudiado, no he conocido, ni he soñado con hacer.

Visotski me oyó por primera vez cuando acompañaba al grupo gitano, Dimitrievich. Son mundialmente conocidos, pero en Bulgaria no son famosos. Entonces Visotski me invitó que tomara parte en la grabación de un vinilo. Después decidió que yo participara en todo lo que realizaba en Francia y nuestro trabajo conjunto duró cinco años, hasta finales de su vida. ¿Todos se preguntaban por qué me había escogido a mí y no a un ruso? Visotski escapaba de los arreglos profesionales, porque no le gustaban. En un abrir y cerrar de ojos decidía si cantaría bajo el acompañamiento de una guitarra o con una orquesta. Los dos éramos novatos en la profesión y corríamos todo tipo de riesgos. Nunca he tenido objetivos concretos. Las cosas vienen de sí. Lo más valioso para mí es que ir aprendiendo cosas nuevas en la música. Me gusta que las cosas sucedan de modo espontáneo. Que haya surrealismo, sátira y vida. Sudor y nicotina. Si esto el arte se parecería a leche sin nata. Lo que importa es la libertad. La libertad de poder cometer errores.

Versión en español por Hristina Taseva



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